lunes, 28 de diciembre de 2015


C I N E

El Retrato de Dorian Gray
Espejo de una sociedad que vende el alma al cirujano plástico

El corazón alegre hermosea el rostro
Proverbios 15:13

Por Heldyn Guevara Revelo, 
Buenos Aires, Argentina.

Llegan a nuestros oídos las palabras halagadoras que cada vez existen menos personas feas en el mundo. Pero no se precisa en esta percepción: “Todos los niños que nacen son bellos”. De cualquier manera nuestra sociedad corre de aquí para allá en una velocidad eufórica, tanto hombres como mujeres, por ser lo más atractivos que se pueda y se logre. Incluso si no hay méritos profesionales, una sonrisa esbelta y un cuerpo lo más serpenteante posible ayudan a superar los obstáculos de la competencia y la indiferencia. Existen en el momento en las salas de los hogares más espejos que cuadros panorámicos. Es que estamos en una era donde hemos visto a muchos seres humanos que han vendido el alma al cirujano plástico al costo que sea. Esta circunstancia es reflejada más de un siglo antes por el escritor irlandés Oscar Wilde en su obra El retrato de Dorian Gray y personificada en el film del mismo nombre (2009) por el director inglés Oliver Parker.
Dorian Gray (Ben Barnes), es un joven de 20 años que regresa a Londres como único heredero de su familia. El colapso en las miradas no da espera. La belleza del joven, envidiada incluso por las mismas mujeres, no solo impacta sino que horroriza por el poder hipnotizante de su semblante. Es que la extrema belleza no atrae sino que aísla generando baja autoestima en el otro. En la obra Wilde escribe: “Un extraño sentimiento de terror se apoderó de mi, comprendí que me hallaba frente alguien cuya simple personalidad física era tan fascinadora, que si me abandonaba, absorbería por completo mi vida, mi alma, mi arte mismo.”     
Dorian conoce de su belleza y la usa para lanzarse a la conquista del anhelo por ser admirado en el andar y el conversar y sobre todo por ser el objeto de deseo de todo cuanto le rodea. El es el centro del círculo. El punto de inicio y llegada de la vida lasciva de todos. El joven dandy huérfano arregla una margarita sobre su corazón, pero como una carnada, que hará franquear el amor y obtener alguna relación. Su gran amigo Henry (Colin Firth) que le manipula para que cristalice toda tentación le dice: “Las dos únicas dos cosas que valen la pena; juventud y belleza.” 
Las aventuras que Dorian emprende van dirigidas a la búsqueda de nuevas sensaciones: opio, orgías, alcohol, homosexualidad. El sexo se apodera de sus inmediatos pensamientos y no deja “mujer buena” que se ofenda ni rechace el brindis de la intoxicación. Incluso en una de sus faenas mientras esconde a la Hija bajo la cama le hace el amor a la Madre en el mismo lecho. Henry arguye: “La gente civilizada no puede rechazar los placeres.” Es real. Y esta frase se remonta a decir que los aborígenes no sabían de la prostitución y los conquistadores no pudieron con la sífilis.
Basil (Ben Chaplin) el pintor del retrato de Dorian se identifica como un ser culpable de la creación de la obra maestra y víctima de su propio invento. Basil como otros son asesinados al descubrir el pacto de la eterna juventud que Dorian sostiene con el mal. Basil ha pintado la belleza extrema, ha hecho una cirugía estética (como las fotografías virtuales actuales) que ha prolongado la vida de un hombre insatisfecho por su fisonomía, por su aterrador complejo de dismorfofobia.
En nuestra era nadie sabe lo que tiene hasta que lo transforma en felicidad frente al espejo. Senos, nariz, arrugas, estómago y trasero, elementos que hacen que nos parezcamos cada vez más unos a otros especialmente a aquellos cánones que miramos en el Celuloide. Los ideales. Los perfectos imperfectos. O al revés. ¿Y acaso los hijos de los trastocados nacerán con los mismos rasgos de los padres actuales?
El film de El Retrato de Dorian Gray hace una apología al alarde por el placer, pero también reivindica el rescate del amor puro de la época que terminaba extasiada. Oscar Wilde (1850—1900), reconocido por el manejo de una literatura de estética simbolista, a veces extremista y exótica en la depuración colmada de los adornos, perfumes, especias, miriñaques orientales y clisés, admira el amor pero no cree en él. No cree en el de la época y el que le correspondió vivir. Condenado a dos años de cárcel por entablar relaciones pederastas con Alfred Douglas, en su carta desde la prisión le escribe a su ex—amante: “Evolucionaste del romanticismo al realismo con desmesurada rapidez, a pasos de gigante.” Posteriormente el Realismo fotográfico y la suciedad del Naturalismo devorarían en esa historia el pliego amoroso y formarían parte de la trágica decadencia de la esencia del Romanticismo literario alemán.
Cuando Sybil, a la única mujer que está dispuesto a amar, se suicida ahogándose en las mismas circunstancias de Ofelia (Hamlet), entre el amor y la locura, Dorian se lamenta en lágrimas: “Convierto el amor en muerte.” Luego su amigo Henrry afirma: “Gobierna las emociones, saborearlas requieren a un hombre fuerte.” Y al conseguir verlo adicto al tabaco dice: “Yo soy la flama.”
En estado paranoico, perseguido por el hermano de Sybil y por la misma sociedad que le lanza voces de falso y mezquino, Dorian acude a un sacerdote, le suplica: “Quiero ser bueno, debe ayudarme. Este no es mi verdadero rostro, mi alma esta podrida y apesta. Help me.”
Finalmente Dorian escapa y regresa en una época cuya edad a pasado por todos excepto en él. Ve a sus conocidos débiles y viejos. Pero Dorian sigue siendo el mismo chico esbelto y radiante de 20 años. Conoce a la hija de Henry y se entabla una relación conflictiva entre los dos. Henry lo previene: “Eres inhumano, aléjate de ella.” Y Dorian le contesta: “Quiero comenzar de nuevo.” Pero Henry corre a la casa del joven y revela la identidad del cuadro. La imagen es la de un anciano. Henry prende fuego a la casa, encierra a Dorian con el cuadro y este le atraviesa una espada en el pecho de la imagen. En la obra Wilde narra: “ El quería crear un nuevo modelo de vida, que fuese su filosofía sistémica, y sus principios metódicos, a fin de encontrar en la espiritualización de sus sentidos su más alta realización.”
En esta era de la vanidad el ser humano con defectos y virtudes, cree que retocando la apariencia física podrá encontrar la esencia del amor al lado de un príncipe azul con idénticas características superficiales. El amor no se ve, se siente. El amor retarda el placer.
En la última página de la obra de El Retrato de Dorian Gray se lee: “Soberbio retrato de su amo y al lado un hombre muerto con un cuchillo clavado en el corazón.” Henry dirá: “Pobre chico, quién se atreve a mirarte ahora.”
La vanidad ha sido despreciada por Dios, porque Jesucristo no fue bello. Isaías lo profetiza dos mil años atrás: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos mas sin atractivo para que lo deseemos.” (Isaías 53).  Jesús no pudo ser rubio ni de ojos azules como lo pintan en los cuadros a lo que muchos se paran a rezar. De ser así, la multitud esquiva le hubiese creído a un hombre que era físicamente diferente a los demás. Lo anterior aduce que quien  vive en Cristo atrae al bien. Porque el corazón alegre hermosea el rostro. Prov. 15: 13.   

Buenos Aires, febrero 10 de 2011
 
 




  
  

 




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